En el primer volumen de la
trilogía Los gozos y las sombras, El
señor llega, se disecciona la vida de una pequeña localidad gallega, analogía
de la España de los años treinta. Años treinta, Reconquista o Siglo de Oro,
cuando de heder se trata, todos desprenden el mismo tufillo que hoy se respira.
Siempre se repiten las mismas pautas de abuso, de cobardía, de sometimiento, de
hipocresía, de ignorancia, de manipulación…
No hay nada como leer a los
clásicos (Torrente Ballester, verbigracia). Hoy se escriben multitud de novelas
como esta, pero nada es igual. Así, nos encontramos con verdaderos tochos que
sólo arañan la superficie, con personajes planos y de escasa enjundia. Porque
autores del calibre de Alejo Carpentier, José María Gironella, Torrente
Ballester, Múgica Laínez y muchos otros, a pesar de lo dispar de su escritura,
soportan sus historias sobre un lecho de cultura inalcanzable para la inmensa
mayoría de autores actuales. Y es que hoy se debe escribir diferente porque,
efectivamente, nada es igual. Precisamente por eso no hay que emular al que lo
borda: se corre el riesgo de quedar en evidencia, a pesar de los minutos de
televisión o los artículos de prensa que la editorial compre para promocionar
el libraco.
Pueblanueva del Conde es el lugar
donde se desarrolla la trama, el pequeño pueblo gallego. Un discreto, casi
imperceptible, narrador omnisciente nos expone las muchas vergüenzas y pocas
virtudes de sus habitantes, amplia gama del escalafón social de principios de
siglo XX. Valores de la época, agravados con mucho de pesimismo, provincianismo
y la corrupción como sustituto del contrato social ansiado por Rousseau. Vamos,
igual que hoy.
Los mismos actores:
El poder político-empresarial (me
niego a separarlos porque son lo mismo si se habla de corrupción). Para colmo
el señorito explotador, dueño de los astilleros, señor feudal que ejerce el
derecho de pernada con la aceptación de los vasallos, burgueses o campesinos,
es un señorito socialista. Genial, inconmensurable. Alegoría perfecta de gran
parte de la actual clase sociopolítica de los países occidentales. ¿Hemos
cambiado en algo cuando un “explotador capitalista” que circula en su deportivo
descapotable deja de ser despreciable si tan solo conduce con el puño en alto y
lleva un pañuelo palestino al cuello?
La jerarquía clerical. Mitras y
adláteres dedicados al engrandecimiento material de su “obra”, reptando entre
la oligarquía y el poder, callando cuando no se debe y actuando como titiriteros
al mando de sus marionetas. Y unos creyentes que no se enteran de la misa la
media. ¿No les suena?
Una burguesía cobarde y perezosa
que fuerza la sonrisa ante el poder y justifica lo injustificable mientras
mantenga su cómodo nivel de vida. Eso sí, dando lecciones de moralidad y ética.
¿A que resulta familiar?
Y por último unos campesinos y
proletarios, que venden su dignidad, su alma y su familia a cambio de un
bienestar hipotecado en forma de limosna del poder. A mí todo esto me suena.
Por otro lado, Torrente Ballester
perfila los personajes de manera genial. Va exponiendo sus caracteres a lo
largo de la narración. Así el lector, sin percibirlo, acaba conociendo hasta el
más mínimo detalle de su vida interior. Porque las reflexiones de algunos
personajes demuestran una precisión psicológica abrumadora y sirven para tejer
el entramado de los intereses y deseos que forman la convivencia en Pueblanueva
del Conde.
El ritmo de la historia, el mismo
que marcan el comportamiento y los actos de los personajes, es pausado, no
lento pero sí relajado: camino, no hay prisa por dar el otro paso, ya vendrá
cuando toque. Aplatanamiento con gaita. Ritmo Malibú con orvallo.
A pesar de que el final de la novela queda claramente a la espera de continuación, por sí sola merecería ser leída.