Chuck
Palhaniuk (EE.UU, 1961), se estrenó como novelista en 1996 con El club de la lucha, famosa novela por
su exitosa adaptación al cine con Brad Pitt como abanderado.
El
simplismo que inevitablemente muestra la condición humana se refleja en la
necesidad incontrolada de etiquetar a las personas y grupos que nos rodean. Así,
a Palahniuk se le considera el máximo exponente de la generación nihilista. No
sería de extrañar que dentro de unos años nadie sea capaz de encontrar un
miembro de esta corriente concluyendo que nunca existió.
No hablamos de una obra maestra. Ni siquiera de una gran novela. Asfixia es sólo una buena novela (no es poco) que sin esfuerzo aparente hace que el lector entre de lleno y quede atrapado en la surrealista
actividad que se narra.
A
pesar de los momentos patéticamente hilarantes, el autor nos hace tener
presente que la historia que cuenta es la de alguien con un infortunio
desgarrador. Eso que más de uno llamaría un perdedor (calificativo burdo y
estridente. Que alguien me diga qué es un ganador). En su intento por reflejar
de manera fiel los personajes y su mundo, Palahniuk se recrea en un feísmo que
empapa todo el libro.
Me
he divertido como un enano leyendo esta novela. El autor parece haber puesto
todo su empeño en facilitarle las cosas al lector: capítulos cortos (dos o tres
páginas de media); un lenguaje desenfadado y muy asequible, sin sesudas
florituras de estilo; unos personajes con personalidades fácilmente
comprensibles a pesar de tratarse de sujetos marginales, con precarios estados
de salud mental; no hay extensas descripciones de paisajes ni de situaciones,
hay acción. Todo ello tiene como hilo conductor un fino cinismo oculto tras una
engañosa apariencia de tosquedad.
Como
trasfondo, la esperanza.
A pesar de todo, el ser humano siempre mantiene encendida una
pequeña llama, que apenas ilumina, con el ánimo de volver a incendiar todo
aquello que quisimos quemar cuando aún no teníamos que responder ante nadie, cuando
éramos libres… de responsabilidades.
«Eva cree que soy su hermano mayor, que abusó
de ella hace más o menos un siglo. La compañera de habitación de mi madre, la
señora Novak, la de los horribles pechos y orejas colgantes, cree que soy el hijo
de puta de su socio, que le mangó la patente del almarrá, de la pluma
estilográfica o algo así.
Aquí lo represento todo
para todas las mujeres.
–Me has hecho daño –dice
Eva, y se acerca rodando un poco más–. Y no lo he olvidado ni por un minuto.
Cada vez que vengo de
visita hay una vieja chocha de cejas espesas al otro lado del pasillo que me
llama Eichmann. Otra mujer a la que le asoma un tubo de plástico para la orina
por debajo de la bata me acusa de haberle robado el perro y quiere que se lo
devuelva. Siempre que paso por delante de otra vieja sentada en su silla,
encorvada y enfundad en un montón de jerseys de color rosa, me espeta:
–Te vi –me dice mirándome
con un ojo entelado–. ¡La noche del incendio te vi con ellos!»